En Juego de Tronos no paran de pasar cosas


Cada vez que se cierra una temporada de Juego de Tronos, y ya van tres, se puede concluir que es la serie del año por muchas razones. Y, de alguna manera, siempre se las arregla para superar las expectativas e imponerse nuevas cotas de calidad y exigencia televisiva. Tras una penúltima semana movida en la que la serie doblaba la apuesta por la espectacularidad, con tres cuartos de Internet pendiente de ella y millones de fans enfurecidos por los retorcidos giros de guión, Juego de Tronos ha acabado reuniendo delante de la pantalla a casi cinco millones y medio de personas, siendo no solo el programa del cable americano más visto de la noche si no que, además, superando en otro millón y medio los datos de su final de temporada del año pasado.

Es evidente que como fenómeno social la saga creada por George R. R. Martin y adaptada a televisión por David Benioff y D. B. Weiss está en su mejor momento. Canción de Hielo y Fuego es una marca mundialmente reconocible tanto por lectores y televidentes como por gente que se acerca a estos medios de entretenimiento de forma casual. Tu madre te pide que descargues la serie de los tronos, tu cuñado lo flipa con el enano y tus amigos por fin están contentos porque al fin les has recomendado algo que mola, que no es un coñazo de esos y en la que además salen tetas. La serie es reconocible para el gran público, respaldada por la mayoría de la crítica y consigue hacerse hueco en la mayoría de los grandes premios pese a su condición de serie de género, algo que siempre es un handicap. Y además no parece que haya alcanzado su techo creativo y popular.

Por ello corre el peligro de generar una bola mediática que acabe explotando más tarde o temprano. No es ajeno a cualquier producto de cierto éxito, televisivo o de cualquier otro ámbito, el fenómeno backlash, esa palabra del inglés que en la lengua de Cervantes viene a representar ese rechazo que todo producto empieza a recibir por el hecho de haberse ganado anteriormente una buena fama. El caso de Lost y su final todavía está reciente, más para algunos que para otros, y no sería de extrañar que no dentro de mucho Juego de Tronos comenzara a dejar de ser la niña mimada de (casi) todo el mundo.

¿Pero la calidad de la serie está en concordancia con el éxito que cosecha? Rotundamente sí. Esa amalgama de fantasía, ecos históricos, épica, folletín y erotismo light es la formula de la Coca Cola moderna que, en casi todas las ocasiones, encaja extrañamente a las mil maravillas. No todo es perfecto en las tierras de Poniente, claro, y muchas veces hemos señalado los principales errores de la serie, que en esta tercera temporada siguen ahí. Errores que muchas veces son ineludibles y que provienen de su condición de adaptación literaria. La dispersión de sus tramas y personajes y la imposibilidad de desarrollarlos hace que el reparto de estos en pantalla sea desigual y algo inconexo y la acumulación de datos sobre la mitología de ese vasto mundo precisa de una atención bárbara y de un uso mañoso del rebobineo. Por no decir que la trama principal avanza cada vez más despacio de manera circular para muchos de los personajes, como ese invierno que se anuncia cercano pero no termina de llegar. Una consecuencia directa del estiramiento comercial que viene con la fama, un peaje a pagar. Pero también hemos llegado a una etapa en la que la serie no tiene complejos y no duda en distanciarse del material original, aprovechando que tiene a Martin como estrecho colaborador, para ofrecer algunas reescrituras interesantes, ofreciendo otros puntos de vista y abriendo caminos inexplorados que expanden la experiencia.

En definitiva, nos queda Juego de Tronos para rato. El tercer año de la serie ha concluido, la tormenta de espadas ha arreciado y los cuervos se preparan para el festín. Es el fenómeno de masas de este principio de década y uno de los futuros referentes a la hora de hacer y entender la televisión. Que continúe el juego.